viernes, 27 de marzo de 2009

JOSÉ HIERRO

HIERRO FORJADO


(Prólogo a la antología de José Hierro publicada por EL PAÍS)



José Hierro nació en Madrid, lo que no quita que fuese en realidad santanderino ni que tuviese aspecto de caudillo insurgente de Tartaria, imponente y fibroso, como si un purasangre con atalajes de gala le aguardase amarrado a la puerta del bar en el que escribía, entre el bullicio de la clientela, porque no era él de musa quisquillosa. O tal vez su aspecto fuese el de un marciano de película futurista de los 70, con sus orejas picudas, flotante en su aeronave por quién sabe qué limbos ultragalácticos, donde la música de las esferas rima en asonante. O el propio de un bisnieto natural de Gengis Khan. O, como poco, el de un primo carnal de Yul Brinner. O el de un maestro de zen partidario de armonizar el satori con el aguardiente.

José Hierro hablaba siempre como si estuviera dando la orden irrevocable de aniquilar el planeta Tierra, pero no porque estuviese enfadado, pues era hombre de buen talante y de corazón limpio, sino tal vez porque estaba perplejo, y todo ser tendente a la perplejidad suele ser muy tímido de suyo. Tan tímido era José Hierro, que podía decirle a alguien a quien acababan de presentarle, sin distinción de sexo ni estamento: "Cállese usted, imbécil", y quien no le conocía esa broma recurrente se quedaba, en efecto, con cara de imbécil, dando por hecho que el universo es un invento dadaísta y que los poetas en general son individuos de cuidado.
José Hierro, aparte de uno de nuestros maestros líricos, era también el más compulsivo de nuestros dibujantes: compartir mesa con él suponía llevarte luego a casa una resma de dibujos, porque él iba repartiéndolos entre los comensales del mismo modo en que un crupier reparte los naipes inciertos: "Este para ti... Este para aquel... ¿Tú también quieres?". Y te tocaba una barca, o un frutero, o un rostro de muchacha melancólica, o incluso un retrato de Pere Gimferrer.
En los días en que andaba con ganas de performance, José Hierro dibujaba incluso en las servilletas de los restaurantes, ante el terror indisimulado de los camareros, hasta que los camareros se enteraban de que aquel cántabro tartárico que metía el dedo en el vaso de whisky, en el de tinto y en el cenicero para hacer arte orgánico y povera era persona importante, y entonces llegaban los camareros con pilas de servilletas para que les pintase también a ellos alguna cosa. Y Hierro, por supuesto, se las pintaba, y los camareros se quedaban felices, aunque sin servilletas disponibles.

Cuando se autorretrataba, Hierro dibujaba a un extraterrestre de orejas extraterrestres. O quizá se tratase más bien de un caudillo soñoliento del Asia. O tal vez de un monje tibetano que antes fue emperador y que acabó desengañado de los fastos del mundo. O quizá, sencillamente, de un poeta de alma temblorosa al que la naturaleza había dado una percha de guerrero aniquilador.
Obligado a hacer una lectura ideológica y estética del pasado literario, todo poeta configura su propia tradición: elige sus orígenes y traza su genealogía. Como es lógico, son muchos los autores que inciden en ese proceso de personalización de la historia poética, algunos en calidad de presencias permanentes y otros con rango de influjo ocasional. En el caso de Hierro (“Todos somos discípulos de todos”, declaró a lo largo de una entrevista), su tradición es esencialmente hispánica, y él señalaba en ella tres nombres decisivos: Lope de Vega, Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez. Con el primero compartía el sentido de la cordialidad: la poesía basada en la efusión, en la naturalidad del sentimiento. Al nicaragüense lo tenía por tronco de la poesía hispánica moderna, y admiraba en especial sus renuevos métricos. A Jiménez lo consideraba un renovador fundamental del lenguaje poético. Junto a ellos, como un maestro de melancolías, Antonio Machado.

Hierro decía que su poesía era “seca”. Pero no: sobria más bien, despojada, inmune a las exhibiciones estilísticas, aunque fuese un poeta de oficio muy seguro, conocedor profundo de los artificios retóricos, hábil a la hora de dosificar los recursos expresivos, a los que él anteponía en importancia la emotividad, que fue el pilar inamovible de su poética.
Adscrita en un principio a la corriente de la llamada “poesía social”, la obra de José Hierro ofrece, en su conjunto, muchos planos: desde la sentimentalidad diáfana de sus inicios hasta el ámbito alucinatorio en que se mueve a partir de la década de 1960, desde el lamento íntimo al himno colectivo, desde el bucolismo al escenario de la megalópolis, desde la espiral abstractiva hasta la estampa social, su poesía implica una indagación de la realidad desde una conciencia fluctuante que se afana en definirse y en clarificarse a través del discurso. (Y siempre esa tendencia narrativa suya: poemas que se expanden, que divagan, que se desvían por atajos imprevistos, creando un discurso caleidoscópico, una trama reflexiva que no renuncia a la expresión del aturdimiento.)

¿La biografía de un poeta son sus poemas? Sí y no, según se mire. En el caso de José Hierro, su biografía ofrece quizá pocos datos de interés público. Nació en Madrid en 1922. Dos años más tarde, su familia se trasladó a Santander. Estudió allí peritaje eléctrico-mecánico. En 1939 ingresó en prisión con una condena de 12 años y un día, acusado de formar parte de una red clandestina dedicada a ayudar a los presos políticos del franquismo. Fue liberado a principios de 1944. En 1947 publicó su primer libro, después de haber hecho rodaje en algunas revistas literarias. Desempeñó trabajos editoriales y fue locutor de Radio Nacional de España. Se le concedieron premios de renombre. Tras la aparición de su último libro, titulado Cuaderno de Nueva York, los lectores hacían cola en las ferias del libro para conseguir una firma del poeta veterano y venerable. Murió en 2002, respetado y querido.

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