lunes, 29 de julio de 2024

LA OREJA SAGRADA

 (Publicado en prensa)





El atentado contra Trump ha tenido dos víctimas: su oreja derecha y Biden. Lo de la oreja está claro, pero lo de Biden tal vez requiera alguna explicación, que a mi entender es sencilla: el anciano y titubeante presidente, con su inquietante aspecto de sonámbulo, ha acabado comprendiendo –o le han hecho comprender- que no podría competir con un contrincante electoral que, según algunos de sus seguidores y según él mismo, ha sido librado del martirio por la voluntad expresa de Dios, ejecutada al parecer por un ángel que, tras tomar la forma de la bandera nacional de allí, desvió la bala de un perturbado para que EEUU tenga la opción de volver a ser gobernada por otro perturbado.

Pasando por alto lo de los múltiples delitos y lo de las  actrices porno, muchos ven a Trump como el nuevo Mesías. No está mal para un delincuente en la vida civil y para un pecador en la vida espiritual, cuyo antecedente ilustre en la segunda de esas condiciones sería san Agustín, que alcanzó el obispado de Hipona y la santidad tras una juventud de disipaciones.

         En un país en el que se menciona a Dios en los billetes y monedas, no resulta raro que la política se escore a la teología, o viceversa, hasta el punto de que los norteamericanos más devotos, en especial los del sector evangelista, han llegado a la conclusión científica de que lo de la oreja solo puede deberse a un milagro. ¿A qué si no? Basta con leer La leyenda dorada, del dominico italiano conocido aquí como Santiago de la Vorágine, para hacerse cargo de que los milagros se caracterizan no ya por la dislocación de la realidad, sino sobre todo por la dislocación más alocada de la fantasía.

         Si Trump acabase ganando las elecciones, el triunfo no sería estrictamente suyo, sino de su oreja: un cartílago martirizado que acaba llevando a la Casa Blanca a un facineroso, en las dos acepciones que de esta palabra da el diccionario de la RAE, a saber: 1) delincuente habitual y 2) persona malvada o de perversa condición.

         La fascinación de buena parte de la población por los dirigentes estrambóticos podría considerarse un misterio, pero, en el fondo, el asunto no esconde misterio alguno: se trata de la identificación popular con el fanfarrón vociferante que se presenta como depositario del secreto para solucionar los problemas no ya de un país, sino del mundo, así se deriven esos problemas de la inmigración irregular o de la influencia de Satán en las instituciones democráticas.

         Por lo demás, la herida de la oreja parece que ha cicatrizado bien.


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domingo, 14 de julio de 2024

EL TURISMO

 


En estos meses, la pregunta más universal es muy sencilla: “¿Adónde irás de vacaciones?”. Se da por hecho que el verano, para ser de verdad verano, conlleva por obligación el desplazamiento, pues muy mal tiene que irte en la vida para quedarte en verano en casa, que se supone que es el sitio del que tienes que huir: allí solo hay rutina y hastío, monotonía y automatismo, todo lo contrario que en esos países remotos en que unos monos traviesos te roban el helado o en que puedes hacerte un selfi con un indígena disfrazado de indígena mientras navegas en su canoa para descubrir de pronto la silueta soñolienta de un cocodrilo o para ver corretear por la superficie del agua a un basilisco, espectáculos que es difícil que se produzcan en un hogar de clase media, donde el único animal exótico que suele haber, y aun eso con un poco de suerte, es un pollo congelado.

         Llega el verano, en fin, y se nos despierta el instinto nómada, la sed de lejanías, el ansia de estar en cualquier parte del mundo que no sea la parte del mundo en la que nos han anclado los azares del vivir.

         Circula por ahí una distinción que mezcla el clasismo con la cursilería: turistas que, lejos de considerarse vulgares turistas, se otorgan la distinguida categoría de viajeros. Supongo que la diferencia radica en que el turista se emborracha en pantalones cortos y en chancletas a la sombra de un chiringuito, mientras que el viajero se embriaga ante las obras maestras de la pintura y de la escultura en las semipenumbras de un museo, no sé. El caso es que, por una cosa o por otra, tanto unos como otros acaban borrachos: unos de cerveza y otros de belleza. Unos con el síndrome etílico de Wernicke-Korsakoff y otros con el síndrome estético de Stendhal, como si dijéramos.

         En estos días, vemos manifestaciones en contra del turismo masivo, y cabe suponer que quienes se manifiestan son los que en verano no se mueven, por imperativo moral, de su casa o, a lo sumo, hacen turismo en destinos no masificados, pues resultaría un poco chocante que alguno que otro, tras darse por concluida la manifestación, hiciera las maletas para irse de vacaciones a Cancún, a Benidorm o a Florencia, ya sea como turista o como viajero, que eso depende de cada cual.

         Y es que los turistas son los otros: esos seres molestos que invaden nuestro espacio y que, a veces, nos obligan a los sedentarios a huir, en calidad de turistas forzosos, a lugares en que preferiblemente no haya turistas, porque con los turistas no hay quien conviva.

         Y en esas alegres paradojas andaremos hasta que el otoño nos devuelva al sofá de casa.


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lunes, 1 de julio de 2024

EL TONO

 (Publicado en prensa)



El tan demorado acuerdo entre PP y PSOE para renovar el CGPJ podría haber sido una buena noticia en un tiempo en que predominan las noticias preocupantes, cuando no desoladoras, y un motivo de celebración democrática por lo que tiene de normalización institucional, al menos como contrapeso de otras anomalías. Lejos de eso, ha servido para convertirse en un nuevo pretexto de disputa entre ambos partidos, lo que nos lleva a una situación no creo que inédita, porque inédito en política no queda casi nada, pero sí desde luego peculiar: acordar algo para convertirlo de inmediato en la teatralización de un desacuerdo.

         Por no se sabe qué motivo, algunos políticos dan por hecho que la actitud pública de un cargo electo ha de ser la de una indignación permanente ante las decisiones y actuaciones del adversario, así coincidan en esencia con las propias, de manera que los espacios de gobernación parecen en ocasiones un bar de copas a la hora del cierre, cuando ya la clientela anda con la boca caliente y aplicando una variante tabernaria del método Stanislavski a sus razones iluminadas, cada cual voceando soluciones expeditivas para remediar, desde su particular punto de vista geopolítico, el caos universal.

         Esto tiene sus peligros, como casi todo: si te acoges al vocerío, siempre habrá quien vocifere más que tú; si te acoges al sofisma demagógico, siempre habrá un demagogo que extreme tus sofismas; si recurres al insulto y al bulo, estarás alimentando a los incendiarios.

         El avance de las formaciones de ultraderecha es posible que se sustente en buena medida en el tono de su discurso: la sustitución del argumento concreto por el agravio en abstracto, la recurrencia a la soflama frente al razonamiento, la prevalencia del simplismo visceral frente a la complejidad ideológica.

         Si los partidos a los que se supone un talante moderado deciden emplear esos recursos, se abre una puerta no a lo desconocido, porque de sobra nos indica la Historia adónde da esa puerta, sino a lo que no nos conviene conocer… de nuevo.

         En un mundo en que los conflictos bélicos nos hablan a diario del fracaso colectivo de la razón en su nivel más básico, ¿qué aportan las guerras retóricas enconadas en unos órganos de gobierno en que se supone que se preserva lo que entendemos por civilización?

         El novelista John Updike describió de manera muy gráfica la época en que buena parte del mundo estuvo simultáneamente en manos de Hitler, de Stalin, de Roosevelt y de Churchill: “Fue el más grande y el peor cuento de hadas que el mundo había visto jamás, uno de esos carnavales con gigantes que tienen la cabeza de cartón piedra”.

Apliquémonos el cuento, en fin, y procuremos no repetirlo.


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