(Publicado en prensa)
Las epidemias nos sonaban a cosa
medieval, pero nos sobrevino una pandemia que nos trasladó en un abrir y cerrar
de ojos no solo a un ámbito de incertidumbre y de angustia, de extrañeza y de
estupor, sino también al territorio de la pura irrealidad, hasta el punto de
vernos cautivos en nuestra casa, temerosos de un mal invisible que nos asediaba
como un arma química de expansión aérea.
Pensábamos que
las erupciones volcánicas eran algo que pasaba en algunas películas
catastrofistas y en algunos países exóticos, pero durante unos meses seguimos
en tiempo real el ritmo del fluir de la lava en la isla de La Palma,
sobrecogidos por la grandiosidad aterradora de una fuerza destructiva ante la
que la acción humana quedaba limitada al papel de espectador, a la espera del
aplacamiento espontáneo de aquella voracidad pavorosa que nos brindaba
diariamente, en los informativos, un espectáculo propio de la pesadilla.
Creíamos que
la Segunda Guerra Mundial sería la última, pero estamos hoy con el alma en vilo
ante la posibilidad de una tercera, que podría detonarse por la voluntad del
delirante autócrata ruso y por una sencilla y desventurada conjunción de azares
imprevistos. Creíamos también que los autócratas delirantes eran una lacra propia de los países
subdesarrollados, pero ahí tenemos de vecino a un gobernante que se comporta
menos como tal gobernante que como un patrón del narcotráfico y que se permite amenazar
al mundo con una guerra nuclear, mientras destruye un país con estrategias que
tienen menos de militares que de
homicidas.
Hay quienes se
distraen en suponer que algún día, gracias al perfeccionamiento de nuestros
códigos de civilización, el mundo será un lugar sin conflictos ideológicos, sin
tensiones internacionales y sin luchas interclasistas, pero es muy probable que
ese futurible no pase de ser una utopía demasiado cándida, sobre todo porque el
factor determinante para la consecución de esa utopía es el género humano, que
tiende por naturaleza al desarrollo afanoso de distopías. Llevamos en la mente
ese defecto de fábrica, esa irracionalidad congénita, esa atracción por los
abismos. Ahora, cuando deberíamos estar escarmentados por los precedentes
históricos, los caudillos de la ultraderecha ganan fuerza en Europa, nostálgica
de repente de no sabe uno qué antiguas esencias patrióticas y, a la vez,
entusiasta de la ingenuidad colectiva ante los discursos simplificados que
mezclan la demagogia chulesca y burda con la promesa de purificación de la
clase política como paso previo para purificar la sociedad en pleno.
Y
es que ya no sabe uno si lo que nos corresponde es llevar en la mano un
teléfono de última generación o un garrote.
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