viernes, 29 de abril de 2022

REGRESIONES

(Publicado en prensa)



Las epidemias nos sonaban a cosa medieval, pero nos sobrevino una pandemia que nos trasladó en un abrir y cerrar de ojos no solo a un ámbito de incertidumbre y de angustia, de extrañeza y de estupor, sino también al territorio de la pura irrealidad, hasta el punto de vernos cautivos en nuestra casa, temerosos de un mal invisible que nos asediaba como un arma química de expansión aérea.

Pensábamos que las erupciones volcánicas eran algo que pasaba en algunas películas catastrofistas y en algunos países exóticos, pero durante unos meses seguimos en tiempo real el ritmo del fluir de la lava en la isla de La Palma, sobrecogidos por la grandiosidad aterradora de una fuerza destructiva ante la que la acción humana quedaba limitada al papel de espectador, a la espera del aplacamiento espontáneo de aquella voracidad pavorosa que nos brindaba diariamente, en los informativos, un espectáculo propio de la pesadilla.

Creíamos que la Segunda Guerra Mundial sería la última, pero estamos hoy con el alma en vilo ante la posibilidad de una tercera, que podría detonarse por la voluntad del delirante autócrata ruso y por una sencilla y desventurada conjunción de azares imprevistos. Creíamos también que los autócratas delirantes eran  una lacra propia de los países subdesarrollados, pero ahí tenemos de vecino a un gobernante que se comporta menos como tal gobernante que como un patrón del narcotráfico y que se permite amenazar al mundo con una guerra nuclear, mientras destruye un país con estrategias que tienen  menos de militares que de homicidas.

Hay quienes se distraen en suponer que algún día, gracias al perfeccionamiento de nuestros códigos de civilización, el mundo será un lugar sin conflictos ideológicos, sin tensiones internacionales y sin luchas interclasistas, pero es muy probable que ese futurible no pase de ser una utopía demasiado cándida, sobre todo porque el factor determinante para la consecución de esa utopía es el género humano, que tiende por naturaleza al desarrollo afanoso de distopías. Llevamos en la mente ese defecto de fábrica, esa irracionalidad congénita, esa atracción por los abismos. Ahora, cuando deberíamos estar escarmentados por los precedentes históricos, los caudillos de la ultraderecha ganan fuerza en Europa, nostálgica de repente de no sabe uno qué antiguas esencias patrióticas y, a la vez, entusiasta de la ingenuidad colectiva ante los discursos simplificados que mezclan la demagogia chulesca y burda con la promesa de purificación de la clase política como paso previo para purificar la sociedad en pleno.

         Y es que ya no sabe uno si lo que nos corresponde es llevar en la mano un teléfono de última generación o un garrote.


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