Las leyes están muy bien cuando
nos amparan, pero empiezan a ser molestas cuando tenemos que cumplirlas. No sé,
te compras un coche que puede ponerse a 240 en unos segundos y, sin embargo, la
ley te limita la velocidad máxima justo a la mitad, lo que viene a ser como si
tuvieras medio coche: medio motor activo y medio motor en actitud budista,
viviendo parasitariamente del esfuerzo del otro medio, como hacemos los
andaluces con los catalanes, pongamos por caso. Aun así, y con el propósito de
aplicar un parámetro laboral igualitario a ambas mitades del motor de tu coche,
hay tramos en que lo pones al tope de su capacidad, pues no hay cupo de poder
que uno no termine ejerciendo tarde o temprano. Sabes de sobra que estás
saltándote la ley con todas las de la ley, pero te convences de que es por una
buena causa, así sea más personal que colectiva, y que además acaba resultando
una causa óptima si no te pillan los guardianes de la ley, que suelen llevar
mal las interpretaciones privadas que los ciudadanos hacemos de las leyes
comunes.
Esto
de las leyes es asunto complejo y espinoso, ya que puede darse el caso de que
sean los legisladores quienes las incumplan con más desparpajo y alegría, sin
duda por aversión a ese aspecto penitencial que conlleva cualquier tipo de
obligación. Bien está, en fin, que uno se invente unas leyes, pero de ahí a
tener que respetarlas hay la misma diferencia que entre asar un pavo y ser un
pavo, pues muy pavo hay que ser para aplicarte las normas que tú mismo te has
sacado del caletre en unas extenuantes comisiones parlamentarias. De ahí tal
vez esa cara de estupefacción que se les queda a los políticos cuando el peso
de la ley cae sobre ellos, cosa que, por fortuna, suele ocurrir con la
frecuencia de los eclipses lunares. Se diría que no dan crédito a lo que les
pasa. Sospecharía uno, en suma, por su grado de indignación, que les supone un
contratiempo emocional parecido al que supondría el Armagedón para el resto de
la gente. Y es que, como decía, las leyes tienen ese lado molesto. Y no digamos
cuando la ley manda antipáticamente a un político a ese sitio tan populachero
que es la trena, ya sea por hacer caja negra o por asuntos de psicodelia
identitaria. Ahí ya pierden la noción de la realidad y caen en una desolación
profunda, y con razón, pues a nadie le gusta legislar para acabar siendo
legislado.
Cuando
un político pisa la cárcel, un estremecimiento recorre las células del tejido
social, por esa empatía espontánea que nos suscitan nuestros gobernantes. Si
estuviera en nuestra mano, les mandaríamos cada tarde un bizcocho –incluso con
una lima dentro Si por nosotros fuera, les aplicaríamos la
Ley General de Amnistía, que es el mejor
antídoto contra la ley, ese invento –insisto- tan molesto. Tan inoportuno. Tan…
legal.
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