Es posible que la corrupción esté
sobrevalorada, ya que los defectos más extendidos entre nuestros políticos
suelen otros: la irresponsabilidad, la ineptitud, la impostura y –por qué no
decirlo- la idiotez. Cada uno de esos defectos, por sí solo, propicia la
corrupción, pero la mezcla de todos o de algunos de ellos deriva, casi por
inercia, en corrupción inevitable, ya que se trata de una coctelería más
explosiva que la de las botellas molotov. A pesar de que tendamos a atribuir al
político corrupto una inteligencia diabólica -aunque al fin y al cabo
inteligencia-, lo frecuente es que el corrupto no pase de ser un pobre diablo.
Un pobre diablo que se ve obligado a disfrazarse de servidor público para
servirse a sí mismo, ya que no sirve para otra cosa.
Los
políticos se han acogido a ese dogma según el cual deben estar bien pagados
para que a lo más selecto de nuestra sociedad le compense la renuncia al
ejercicio de su profesión en beneficio de la dedicación filantrópica a lo público,
lo que plantea un teorema dudoso, ya que todo el mundo conoce a algún que otro
alcalde o alcaldesa que ni siquiera serviría para ejercer de concejal, por no
hablar de ministros o ministras que dan la impresión de no alcanzar el nivel de
solvencia política de un alcalde pedáneo. Pero el problema verdadero se
manifiesta cuando el político bien pagado llega a la conclusión moral de que su
dedicación no está del todo bien pagada, lo que, lejos de incitarle a volver a
su selecta profesión anterior, le hace aferrarse a lo público, aunque con unas
expectativas que no le convendría que se hicieran públicas.
La
cascada reciente –y no tan reciente- de casos de corrupción y de corruptela ha
generado una controversia un tanto irresoluble: la gente ha llegado a la
conclusión de que todos los políticos son corruptos y los políticos han llegado
a la conclusión de que no todos los políticos son iguales, así vayan en el
mismo barco. Lo más lioso del asunto es que ninguna de ambas partes dice del
todo la verdad, aunque tampoco miente del todo. Al fin y al cabo, un caso de
corrupción no pasa de ser una anécdota, y el problema viene cuando el sistema
-a través de sus protocolos administrativos, a consecuencia de los mecanismos
judiciales, a raíz de las carencias de sus cortafuegos internos- se convierte
no diré que en un ente corrompido ni en un ente corruptible, pero sí en un ente
potencialmente corruptor. Visto lo visto, parece tan sencillo dedicarse
profesionalmente a la corrupción, que no se explica uno cómo hay gente que se
resiste. Ahora hemos descendido al nivel de la corrupción funcionarial. Porque
esta función continua de escándalos, este festival grandioso de granujerías y
pillajes, parece sólo el eco de una orgía.
Y lo que nos queda por ver.
(Publicado el sábado en prensa)