sábado, 23 de agosto de 2014

DEL SABER



El afán de saber, la aspiración al conocimiento, implica en gran parte la nostalgia de un saber imposible, de un conocimiento inabarcable. Implica también una resignación: la de ejercer un mero tanteo en el misterio poliédrico del mundo, empezando por nosotros mismos, ya que, al fin y al cabo, no hay misterio mayor, ni con patrones más inestables, que el de la propia identidad: el misterio de sabernos, de aprendernos y de aceptarnos. El misterio insondable, en definitiva, de nuestra oscilación. 

Quisiéramos tener la capacidad de concebir una metáfora de niveles complejos y a la vez ser capaces de resolver un problema matemático que se desplegase a lo largo de varias pizarras repletas de números y de símbolos, con aspecto de gran pictograma, de jeroglífico sometido a una secuencia perfecta e intransigente con cualquier desorientación. Al fin y al cabo, ambas cosas –la metáfora y el problema matemático- no son asuntos divergentes: tanto una como otra tienen la obligación de sugerir un desarrollo perfecto. Nos gustaría conocer el proceso por el que se fusionan los átomos y ser igualmente capaces de eternizar en un pentagrama la secuencia musical que nos transita por la imaginación –o por donde corresponda- con la fluidez de un pensamiento líquido. Nos gustaría, qué sé yo, ser capaces de construir un mueble con marqueterías de laberintos geométricos y acertar a reducir nuestra conciencia a una norma geométrica que nos permitiese interpretar, valorar y tal vez desentrañar los grandes conceptos: el de la eternidad o el de la nada, el de destino o el del sentido de la muerte, ya sea desde una ilusión de trascendencia o desde el abismo del descreimiento. Todos quisiéramos ser en las horas nocturnas el poeta de estirpe romántica que armoniza en rimas rotundas y con adjetivos contundentes la esencia de nuestra intimidad tormentosa y ser a la vez el astrónomo meticuloso que vigila los cuerpos celestes con la precisión y el celo de un centinela de los cielos.

Es tan complejo y fascinante el mundo, tan minuciosamente inabarcable, tan sobrecogedoramente magnífico, que su comprensión total nos conduciría tal vez no tanto a la sabiduría como a la locura. Afortunadamente quizá, pasamos por él con apenas unos datos, con apenas unas convicciones, con unas habilidades específicas, con una percepción liviana de este milagro inmenso en que nos hemos visto implicados por quién sabe qué cadena prodigiosa de azares.

Esto lo construimos entre todos, desde el que trenza un canasto de mimbre hasta quien elabora una suposición filosófica, desde quien perfora una caña para hacerse un caramillo hasta quien dirige una gran orquesta. Desde quien estudia microorganismos en un laboratorio hasta quien imagina gigantes malintencionados para escribir cuentos que sobrecojan gustosamente la fantasía de los niños.

Y otro verano, en fin, que se nos va.

(Publicado ayer en prensa)

lunes, 11 de agosto de 2014

EL SÁBADO




El sábado es un buen día para quedarse en casa y emprender faenas postergadas desde no sabemos cuándo, aunque latentes en nuestra conciencia igual que remordimientos, ya que los meses pasan con la rapidez de una semana, las semanas con la rapidez de un día y los días con la velocidad de los relámpagos, y de los minutos no merece la pena ni hablar -y no digamos de esos eternos agonizantes: los segundos. 

El sábado es un día idóneo para decirse: “Voy a ordenar los discos por orden alfabético”, o bien: “Voy a arreglar las herramientas”, y entretenerse uno en clasificar los tornillos según su longitud y grosor, y los espiches, y los cáncamos y puntillas, y en limpiar de óxido el martillo, y en darle aceite al serrucho, y similares. 

Hoy es un día inmejorable para remangarse uno y decir: “El trastero”, y meterse en aquella covacha, entre botes de pintura reseca, entre cajas de juguetes ya inútiles y entre flotadores desinflados, y dedicarse a poner en orden las cajas con adornos navideños, los capirotes de penitencia, los sombreros de ala ancha, los disfraces de carnaval, los libros polvorientos del bachillerato, los diplomas de participación en actividades deportivas terrestres o acuáticas, y así sucesivamente, según las aficiones o devociones de cada cual, pues somos una especie animal muy diversificada, al menos en las actividades externas, aunque me temo que esas actividades externas responden a una diversidad inconsolable en cuestiones internas. O puede decidir uno arreglar los armarios para experimentar la sensación de quedarse de piedra al ver esa camisa que, hace apenas dos temporadas, era el último grito y que hoy dan ganas de gritar al verla, o ese jersey ingrato que nos revive una sensación de picor constante, tal vez porque se elaboró con la lana de una oveja sobre la que pesaba una maldición egipcia o algo así, o esa chaqueta que ya no nos cierra.

O puede uno ponerse a ordenar los libros, o el cajón de los cubiertos, o esos altillos de armario en los que escondimos cosas que ya no recordamos siquiera, enseres desterrados de la escenografía doméstica por su inutilidad o por su fealdad.

O puede uno ponerse a ordenar el secreter de la mesilla de noche, donde siempre acaban deambulando pastillas viudas, gemelos de propaganda, el alfiler de corbata que nos regalaron en el banco, un bolígrafo sin tinta y una linterna sin pilas, un par de pañuelos, unas gafas rotas… Al final, llega el domingo –ese día que dedicamos a las tareas agotadoras del ocio- y uno no ha hecho nada de cuanto se propuso el día anterior, como es lógico y natural, pero el sábado –quién puede dudarlo- es un día estupendo para hacer cosas. Y así pasan los sábados. Y así pasa la vida. Con todo por hacer, o casi todo. Asombrados de esta velocidad con que el tiempo nos lleva hacia quién sabe dónde.

(Publicado en prensa el sábado pasado.)