El afán de saber, la aspiración
al conocimiento, implica en gran parte la nostalgia de un saber imposible, de
un conocimiento inabarcable. Implica también una resignación: la de ejercer un
mero tanteo en el misterio poliédrico del mundo, empezando por nosotros mismos,
ya que, al fin y al cabo, no hay misterio mayor, ni con patrones más
inestables, que el de la propia identidad: el misterio de sabernos, de
aprendernos y de aceptarnos. El misterio insondable, en definitiva, de nuestra
oscilación.
Quisiéramos
tener la capacidad de concebir una metáfora de niveles complejos y a la vez ser
capaces de resolver un problema matemático que se desplegase a lo largo de
varias pizarras repletas de números y de símbolos, con aspecto de gran
pictograma, de jeroglífico sometido a una secuencia perfecta e intransigente
con cualquier desorientación. Al fin y al cabo, ambas cosas –la metáfora y el
problema matemático- no son asuntos divergentes: tanto una como otra tienen la
obligación de sugerir un desarrollo perfecto. Nos gustaría conocer el proceso
por el que se fusionan los átomos y ser igualmente capaces de eternizar en un
pentagrama la secuencia musical que nos transita por la imaginación –o por
donde corresponda- con la fluidez de un pensamiento líquido. Nos gustaría, qué
sé yo, ser capaces de construir un mueble con marqueterías de laberintos
geométricos y acertar a reducir nuestra conciencia a una norma geométrica que
nos permitiese interpretar, valorar y tal vez desentrañar los grandes conceptos:
el de la eternidad o el de la nada, el de destino o el del sentido de la
muerte, ya sea desde una ilusión de trascendencia o desde el abismo del
descreimiento. Todos quisiéramos ser en las horas nocturnas el poeta de estirpe
romántica que armoniza en rimas rotundas y con adjetivos contundentes la
esencia de nuestra intimidad tormentosa y ser a la vez el astrónomo meticuloso
que vigila los cuerpos celestes con la precisión y el celo de un centinela de
los cielos.
Es tan
complejo y fascinante el mundo, tan minuciosamente inabarcable, tan
sobrecogedoramente magnífico, que su comprensión total nos conduciría tal vez
no tanto a la sabiduría como a la locura. Afortunadamente quizá, pasamos por él
con apenas unos datos, con apenas unas convicciones, con unas habilidades
específicas, con una percepción liviana de este milagro inmenso en que nos
hemos visto implicados por quién sabe qué cadena prodigiosa de azares.
Esto lo
construimos entre todos, desde el que trenza un canasto de mimbre hasta quien
elabora una suposición filosófica, desde quien perfora una caña para hacerse un
caramillo hasta quien dirige una gran orquesta. Desde quien estudia
microorganismos en un laboratorio hasta quien imagina gigantes malintencionados
para escribir cuentos que sobrecojan gustosamente la fantasía de los niños.
Y otro verano,
en fin, que se nos va.
(Publicado ayer en prensa)