viernes, 31 de diciembre de 2010

SUEÑOS FESTIVOS


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M.B.T. tuvo una noche agitada. Se durmió unas 18 veces, y otras tantas se despertó con un grado variable de sobresalto, como si fuese aquello un festival de ficciones inquietantes. Por la mañana, M.B.T. se levantó con la sensación de ser una especie de despojo freudiano, molido por los caprichos lisérgicos del subconsciente. “¡Qué de sueños he tenido, y qué malos todos!”, se lamentó ante el espejo, ese espejo que le devolvía una cara espeluznada, sin duda de tanto deambular por los barrizales hipnóticos del pensamiento.

Los sueños son materia volátil, pero M.B.T. lograba recordar algunos, y ese recuerdo le llenaba el estómago de agujas.

Iba él por la calle y, de pronto, alguien lo arrastraba a la fuerza hasta una nave industrial. Había allí muchos chinos que hacían paquetes mientras cantaban villancicos. Su raptor le mostraba una tableta gigante de turrón de Xixona y le decía. “Hasta que no te la comas entera no saldrás de aquí, canalla”, y M.B.T. comía turrón sin parar, y los chinos cantores se reían de él, al tiempo que le obligaban a degustar caramelos de jazmín, como si tuviese poco aporte calórico con el turrón, que le iba ya indigestando.

Recordaba otro sueño gastronómico: una figura gigante de mazapán que representaba un oso panda corría tras él por un bosque de azúcar. “Voy a devorarte”, le amenazaba el oso panda de mazapán, pero M.B.T. tuvo la fortuna de despertarse justo en el momento en que el dulce depredador iba a engullirlo. En otro de sus sueños, M.B.T. se cruzaba con unos pastores que le ordenaban: “Ven con nosotros a Belén”, y le ponían un carnero sobre los hombros, y M.B.T. avanzaba por un desierto infinito, y el carnero le mordisqueaba la oreja.

Más: entraba M.B.T. en una tienda de juguetes con sus dos hijos. Cada niño cogía un carro. Al instante, los dos niños aparecían ante él con sus respectivos carros repletos, pero… repletos de otros muchos carros que a su vez estaban llenos de carros, y toda esa torre de carros rebosaba de juguetes. “Son 1.000 millones”, le repetía la cajera, mientras agitaba una factura larga como una serpentina. Y aún más: los tres Reyes Magos se acercaban a su cama, lo zarandeaban y le decían: “Te has portado mal, muchacho. Tienes que devolvernos todos los juguetes que te hemos ido regalando a lo largo de tu vida. Así que ya sabes: ve buscándolos por los desvanes de la casa. Tenemos aquí la lista completa de todos los regalos que te hemos hecho a lo largo de estos 40 años. Que no falte ni uno. Porque te has portado muy mal”, y M.B.T. se vio de pronto desarmando su scalectrix, con lágrimas en los ojos.

En otro sueño, M.B.T. estaba en una fiesta de fin de año, con un gorro de lentejuelas, un matasuegras y una guirnalda al cuello. “¿Qué año es este?”, preguntaba a la gente que andaba por allí, y la gente le contestaba: “El año del fin del mundo”, y, de pronto, todo saltaba en pedazos, y un rostro enorme y barbudo se proyectaba en el aire con la textura incierta de un espejismo: “Soy Dios, y ya no habrá más fiestas. Se acabó la diversión, muñecos míos”.

M.B.T. llegó, en fin, a su oficina. En la puerta alguien había colocado un cartel: “Feliz Navidad y próspero 2011”. Y musitó: “Sí, ya veremos”.

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domingo, 26 de diciembre de 2010

FIESTAS NAVIDEÑAS



¿Fiestas navideñas? Habría que discutirlo, porque mucho me temo que estas celebraciones de resonancias bíblicas presentan un alto componente penitencial -aunque, dada la complejidad intrínseca del género humano, no resulta imposible conciliar el concepto de fiesta con el concepto de penitencia: ahí está la Semana Santa, o la Cuaresma, o las orgías sadomasoquistas, pongamos por caso.

En estas fiestas, por una razón o por otra, todo el mundo sufre, en buena medida porque la empresa promotora es muy partidaria del sufrimiento como vía de beatitud. El que está quitándose del tabaco, por ejemplo, lo pasa fatal, ya que la tentación de reincidir en el hábito de echar humo se acrecienta, y lo más probable es que recaiga. El que fuma de modo habitual termina envenenado de alquitranes. El que nunca fuma acaba -por quién sabe qué repente dionisiaco- con un habano entre los dientes, o con un cigarrillo que sujeta con mano inexperta, porque estas fiestas invitan no sólo al exceso, sino también a la extravagancia.

La persona que está a dieta acaba perdiendo el control mental y se pone hasta el gorro de pestiños y chocolate, de licores y mantecados, de salsas barrocas y de turrones, y luego se las tiene que ver con su conciencia. El gordo engorda. El flaco engorda. El que tiene úlcera acaba en urgencias. Los triglicéridos hacen su agosto. El que apenas suele comer acaba indigestado. El alcohólico anónimo no se resiste a mojarse los labios en una copa de champán después de las 12 campanadas. El que nunca bebe se toma un par de copas. El que acostumbra tomarse un par de copas acaba tomándose cuatro, y los que gustan de tomarse cuatro acaban con ocho encima, y hasta es posible que canturreen, porque el beber y el canturrear son artes complementarias. Incluso los niños acercan sus labios aventureros a la copa de espumoso, y los padres no dudan en celebrar esa temprana curiosidad enológica, entre otras razones porque ellos están ya hasta la nariz de destilados.

Como hay que hacer regalos a mansalva, los pobres acaban siendo más pobres y los ricos menos ricos. Como hay que comer y beber más de lo prudente, se hace un gasto imprudente en el supermercado, y casi todo el mundo llega a enero con más trampas financieras que un Ayuntamiento. Para acrecentar el aire penitencial de estas fiestas, los niños se aburren en casa, señalando una y otra vez en el catálogo de juguetes las cosas que necesitan para seguir viviendo. Pasan ellos los días de tregua colegial soñando con artefactos prodigiosos, pero esos artefactos no podrán disfrutarlos hasta un par de días antes de volver a clase, cuando ya dispongan de horas muy contadas para jugar: una variante infantil del mito de Tántalo. Los adultos se desesperan al ir a comprar regalos para otros adultos, que ya tienen de todo, incluso lo que les sobra. Y acaban comprando, quieran o no, como una fatalidad que ni ellos mismos se explican, corbatas y alfileres de corbata, pitilleras y pañuelos, abrecartas y encendedores, y a lo sumo –si se trata de un familiar cercano- un pijama de fibra térmica con estampados geométricos.

De todas formas, y en la medida de lo posible, felices fiestas.


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sábado, 18 de diciembre de 2010

POLÍTICA Y BOMBILLA


El alumbrado navideño tal vez responda, no sé, a una añoranza más o menos colectiva del país de las hadas: andar de noche por calles tornasoladas de escarlata y de azul, de amarillo y de verde; mirar hacia arriba, hacia la luna de los duendes lunáticos, y ver una guirnalda fantasiosa en vez de un cielo compacto y negro como la boca del lobo que pretendió comerse a Caperucita… Pero no todo es magia en esto del alumbrado navideño, sobre todo porque la gestión de ese alumbrado corresponde a los gobiernos municipales, que la única magia que practican consiste en gastar más dinero del que disponen, lo que tampoco deja de tener su mérito.

A veces, las noticias intrascendentes, esas que apenas ocupan una columnilla medio arrumbada del periódico, tienen la capacidad inesperada de ofrecernos la esencia de la realidad, que suele ser una esencia complicada y exótica.

Una de esas noticias informaba hace poco de que el alcalde de derechas de un pueblo gaditano, con el beneplácito incondicional de su equipo de gobierno, había suprimido -lo que se dice suprimir: ni una bombilla- la iluminación navideña: “Ante el panorama económico, hay que tomar decisiones valientes”, y es verdad que parecía una decisión valiente la suya, en especial si se tiene en cuenta que sus votantes naturales suelen ser muy de belén y capirote, muy de saeta y villancico, entre otros folclorismos teológicos. “Un aplauso para el alcalde antibombilla”, se dijo uno. Pero había que seguir leyendo, claro está, y allí aparecía el portavoz del partido de izquierdas poniendo el grito en el cielo y exigiendo al equipo gobernante que rectificase aquella “decisión absurda”. Les confieso que algo así como 264 signos de interrogación se abrieron al instante en mi mente, que no está ya para esas bacanales de incertidumbres. La reacción del presidente de los comerciantes era más previsible, y el hombre no dejó de manifestar su “sorpresa e indignación” (que es un sentimiento doble y estandarizado, y sin duda bastante doloroso) ante la decisión municipal. Por lo visto, si en las calles hay luces de colores, te entran unas ganas compulsivas de gastar dinero, lo que añade al asunto un matiz un tanto demoníaco: las luces navideñas se pagan con nuestros impuestos y esa inversión pública en alumbrado nos induce a gastar más dinero, como si fuésemos ayuntamientos en vez de personas.

Por su parte, el representante de la izquierda más a la izquierda de la otra izquierda se limitó a formular una sospecha razonable: que la decisión del equipo de gobierno no respondía a ningún afán de ahorro, sino a la negativa de la empresa concesionaria a instalar el alumbrado a causa de los impagos acumulados. Ay.

“¿Así es la política?”, se pregunta uno. No, así es, más bien, la vida misma, este malentendido minucioso, con sus luces y sus sombras… E incluso con sus bombillas.


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viernes, 10 de diciembre de 2010

CONTROLADORES PELONES

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La militarización de los controladores aéreos no será del todo efectiva, me temo, hasta que no los pelen al rape, como hacían con los reclutas nada más pisar el cuartel de instrucción.

Te pelan al rape (al menos en mis tiempos de mili, en los que se llevaban más bien las melenitas, tanto en su variante Jesucristo Superstar como en su modalidad de trovador medieval de la Provenza) y te quedas al momento sin identidad: eres un simple pelón entre una tropa uniformada de pelones.

(Que algún allegado al ministro Blanco, si está de acuerdo con esto que digo, le traslade, por favor, la sugerencia.) (De ese modo, el ministro podrá anunciar, sin dulcificaciones metafóricas, que a los controladores aéreos se les va a caer el pelo.)


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domingo, 5 de diciembre de 2010

RESIDUOS EXTRATERRESTRES














A veces, uno no puede esquivar la tentación de arriesgar una frase truquista y paradójica que implique una dislocación de conceptos más o menos asentados. Decir, por ejemplo: “La literatura científica es una rama de la literatura de terror”. No es así, claro está, pero tampoco deja de serlo del todo. Les confieso que el libro más aterrador que he leído no es otra cosa que la narración de unos casos clínicos reales: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, del neurólogo Oliver Sacks. Al lado de ese libro, que uno lee con manos temblorosas, las pamplinas solemnemente macabras de Lovecraft, pongamos por caso, acaban dando risa, que es tal vez lo que menos hubiera deseado el visionario de Providence.


Leo en un artículo científico que es posible que el fin de nuestro planeta se produzca de una manera tan tradicional como tosca: de una pedrada, como quien dice. Si a un asteroide le da por chocar con nosotros, ya podemos despedirnos, como se despidieron en su día los dinosaurios. “Otra preocupación más”, se dice uno, y se resigna, en fin, a esa amenaza. En el mismo artículo, leo que cada día caen a la Tierra entre 100 y 1.000 toneladas de material extraterrestre, y en ese punto me echo a temblar, porque una cosa es lo de la gran pedrada y otra lo de ese chorreo continuo, que viene a ser como la pedrea de la lotería, a la espera de que nos toque el asteroide gordo.

Piensa uno, no sé, que igual nos están cayendo a diario las colillas de los marcianos, sus cáscaras de pipas de girasol, sus envoltorios de patatas fritas, sus pelillos verdosos… Por ahí fuera, por los planetas de los alienígenas, se ve que no funciona muy bien la ley de la gravedad, de modo que las cosas, en vez de caerse al suelo, se caen a la Tierra. En Saturno, por ejemplo, un extraterrestre suicida se arroja por el balcón y no cae a la calle, sino que acaba estrellándose en una plaza de Calatayud o en un parking de Zamora. Se ve que allí hace falta un Newton cuanto antes, porque, como no consigan pronto un inventor de la ley de la gravedad, este planeta nuestro va a parecer una chatarrería intergaláctica.

No sé si nosotros también mandamos una cantidad tan grande de residuos a otros planetas. No creo, porque los extraterrestres suelen tener muy mala leche y nos fulminarían con sus armas protobiónicas -por decir algo- si les ensuciásemos la casa. Pero aquí, ya ven, tenemos que barrer a diario entre 100 y 1.000 toneladas de porquería extraplanetaria, y no sabe uno si el polvo que se ha asentado en los muebles proviene de la obra de al lado o de Plutón.

Del cielo no paran de caer cosas, en fin. Si me cruzo con alguno de ustedes y no lo saludo, no se lo tome a mal, por favor. Es que, desde que leí ese artículo, voy por la calle mirando hacia arriba. Por si acaso.

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