sábado, 7 de noviembre de 2009

LOS ATERRADOS


Llegan al hospital muy de mañana, cuando el cielo aún se esfuerza en amanecer, cuando todavía se ven luces encendidas a través de las ventanas, a esa hora indecisa en que la noche no se ha muerto del todo, en que los demás salimos en un repente brusco del submundo desvaído de los sueños y nos disponemos a ingresar en la realidad con pasos presurosos, porque los relojes tienen mucho poder marcial por la mañana.

Llegan al hospital con ojos desesperanzados, con andares de pesadumbre, con el nerviosismo de quien espera una mala noticia.
Son los enfermos imaginarios, los enfermos que sólo padecen la enfermedad de temer que están enfermos, de que sus días en la tierra pueden contarse con los dedos de una mano, de que algo por dentro les falla, les está corroyendo, les está asesinando.

Los conocen ya de sobra los bedeles, y ellos conocen de sobra a los bedeles: se tutean, se saludan, se desprecian. Los conocen ya los médicos, y los desprecian también por temerosos, porque se han vuelto mendigos de remedios para males ficticios, porque suplican bálsamos para dolores que no existen, porque reclaman fármacos para aliviar lo que no tiene alivio: el terror de tener un cuerpo. El terror derivado de una mente asustadiza obligada a convivir con un cuerpo. Un cuerpo que a diario les tiende trampas mortales, un cuerpo que les causa continuamente dolor, que no les deja vivir, que se les gangrena cada día un poco más.

Llegan al hospital muy de mañana, porque su imaginación sombría sabe que la enfermedad trabaja mejor de noche, y tienen que estar vigilantes, atentos a cualquier síntoma. Llegan muy de mañana porque se han notado una punzada en el hígado, porque han sentido latir el corazón de forma anómala, porque una especie de ejército de hormigas frías les ha recorrido las piernas, porque su orina parecía un poco más oscura de lo normal, porque les duele hasta el iris.

Dan vueltas por el hospital, ansiosos, con la urgencia de los malheridos. Persiguen por los pasillos a los doctores, abordan a las enfermeras, detallan sus males incluso a las limpiadoras, se arrancan a sollozar ante los demás enfermos. Los conocen ya, y los desprecian. Por asustadizos. Por aterrados. Pero ellos mendigan tratamiento: unas pastillas, una radiografía, unos análisis. Porque se sienten mal. Porque tienen un cuerpo, y ese cuerpo es su enemigo, el ente que quiere matarlos.

Llegan al hospital muy de mañana, y allí se pasan la mitad del día dando tumbos, a la espera de un chequeo, de un diagnóstico, de algo que confirme sus sospechas heladoras, porque se notan algo en el hígado, en un pulmón, en la rodilla. Porque el cuerpo no les deja vivir. Porque el cuerpo les aterra. Porque ellos quisieran ser espíritus, ángeles alegres, descorporeizados, ectoplasmas sin vísceras. Porque no soportan el terror de tener cuerpo. Y llegan al hospital, en fin, muy de mañana, cuando el cielo aún se esfuerza en amanecer, como quien regresa a su casa verdadera.

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8 comentarios:

Unknown dijo...

Estupendo como de costumbre.
Me ha encantado lo de: "(...) se tutean, se saludan, se desprecian."
Yo estuve aquejado de hipocondrias severas en rodilla y corazón hace años y tiene usted mucha razón en lo que dice.
Buen fin de semana!

Mcartney dijo...

Desconozco si los despreciados nacen o se hacen, pero saber que el final es siempre el mismo debería ser uno de os mejores métodos de control de la natalidad hipocondríaca.
Salud, dinero y bellotas.

Veraneante dijo...

Fanáticos recitadores de Lo fatal. Cuando les llega la hora -bien pasados los 90 años- aún miran desafiantes a la familia: "¿Qué os decía?"
Nada que ver con las alegres profesionales de ambulatorio, casi orgullosas de su mijita de azúcar, de su poquita congestión.

Su texto, otra vez, extraordinario.

Microalgo dijo...

Tuve un amigo visitador médico, al que le tocó hacer horas y horas en las salas de espera sin estar enfermos. Allí se empapaba de la conversación de señoras de más de setenta, esas profesionales a las que hace referencia Veraneante.

Un día oyó entre el público un "¿Hoy no ha venido Margarita?", respondido por otra habitante de la sala de espera con un contundente "No, está mala y no ha podido venir".

También conocí a una profunda hipocondriaca que estudió enfermería. Tuvo que dejarlo, por supuesto, aunque terminó la carrera (no sé ni cómo).

Anónimo dijo...

Creo que es un sector específico: el de la tercera edad. Esos aterrados que se aferran a la vida y que temen un resfriado o una gripe. Son los primeros en vacunarse, los que apuntan sus medicinas en libretas específicas, los que consumen catorce pastillas diarias y lamentan la gran carga de los años en su cuerpo.
Un saludo.

blog dijo...

Gracias por los comentarios. Y que los virus nos respeten, al menos en la misma medida en que los respetamos.

jesús gázquez dijo...

Exactamente como les/nos ocurre a los poetas.

Olga Bernad dijo...

Deberían hacer de vez en cuando alguna de esas actividades naturales que les recordase que tener un cuerpo no es tan malo.
A mí el mío me dio un susto de los de verdad hace un par de años y, sinceramente, una de las cosas que más me fastidiaba, en caso de morirme, era perderlo.
Tengo momentos espirituales, que conste;-)
Saludos.